Es martes y...
Ya tenemos a cada uno en su sitio. Una buena epidural a altas horas de la noche, cuando duerme la ciudad, y un parto sin dolor, han conseguido el maquillaje perfecto. Seguimos teniendo monarca sí, pero ahora es más joven, más alto y más guapo, y encima está mejor preparado. No se puede pedir más.
En un alarde de hermanamiento sin precedentes, los señoritos de azul y los señoritos de rojo han dado a luz una ley orgánica que ha pulverizado todas las marcas de velocidad. Bolt debe de sentir pavor cuando Rajoy aparece en la televisión. De unos nos lo esperábamos, y de los otros, también. Eso sí, han querido dejar claro su marcado espíritu republicano. Una lástima que lo dejaran abandonado con el flequillo de Rubalcaba. La celeridad de los acontecimientos queda fundamentada en el miedo que les producía que una cena reposada y dialogada nos pudiera provocar una terrible indigestión. Así de atentos son.
Pues bien, llego el día del paseíllo triunfal en el que los humildes plebeyos engalanaron sus balcones y dieron rienda suelta a su fervor coronario. Sin embargo, un reducido grupo de radicales pretendió salir a la calle como si fuera suya. Exigían la posibilidad de ser dueños de su voz, absurdas ideas democráticas.
¿Para qué pulir el brillo en nuestros rostros? ¿Para qué trepar a lo alto del puerto? ¿Para qué pensar si ya lo hacen por nosotros? Para sentir, que todavía, no estamos muertos.